Guillermo Úcar, Secretario General de la Juventud Comunista (UJCE)

Del ‘’todo saldrá bien’’ al ‘’vamos a salir mejores personas’’ pasando por el ‘’nadie se queda atrás’’. Los lotes de felicidad empaquetada han contribuido durante este último año a extender más aún el individualismo entre la juventud. Cuando las oportunidades se frustran, el instinto de supervivencia gana fuerza, y es inevitable que los eslóganes se conviertan a la filosofía del ‘’sálvese quien pueda’’. Sólo un elemento colectivo nos puede salvar de caer en ese pozo: la conciencia de clase.

El hartazgo y el cansancio están trayendo también una refuerzo neoliberal que, fundamentalmente, asienta la óptica reaccionaria que viene cuajándose durante años. El pasotismo se convierte en negacionismo. El sentimiento de soledad en indiferencia. Hay menos conciencia colectiva porque bastante tenemos con seguir con vida y llegar a fin de mes. El cerebro no da para más, entre otras cosas porque el regreso a un tiempo pasado -que nunca fue mejor- no termina de llegar. Pero el futuro no depara más que temores y angustias

El fin del Estado de alarma se prometía también como el fin de los problemas que había ocasionado la pandemia, problemas que van desde los despidos hasta los graves problemas de socialización que hemos sufrido, y que nos llevan inevitablemente a un mayor deterioro de la salud mental. Porque los grandes deterioros que vamos a vivir a nivel de salud mental en el corto o medio plazo no los ha traído la COVID-19. Tan sólo los ha agudizado. 

La suma de inseguridades e incertidumbres son consecuencia de la crisis social y económica permanente que sufrimos bajo el capitalismo: paro estructural como ejército de reserva para restar derechos laborales, vivienda para especular, ocio alienante que nos atrapa, un sistema patriarcal que asfixia por todas partes… Eso explica que 2020 fuera el año de mayor consumo de ansiolíticos de la última década. 

Así, mientras buena parte de la población compra los cantos de sirena sobre ‘’la libertad’’ algunas tenemos el complejo de Sísifo de seguir empujando la roca hacia lo alto de la montaña. Sin descanso. Sin parar. Y lo peor, sin pensar. Sin pensar cómo canalizar la rabia. Cómo transformar la frustración en conciencia. Cómo organizar el pesimismo.

Fin de ciclo…¿fin de crisis de Régimen?

La pandemia llegó. Y terminó de darle la vuelta a casi todo. El agotamiento de ciclo que se venía viviendo se acentuó cuando nos vimos con la puerta de casa cerrada. Cuando la rutina dentro del capitalismo ganaba cada minuto un poco de espiral destructiva. De casa al curro, del curro a casa. Consumir lo suficiente y necesario para salir mucho a la calle. Y nada más. Quienes tuvieron que teletrabajar ni siquiera. La socialización telemática no da para cuestionar muchos cimientos porque, no se puede negar, la tecnología es una barrera a la empatía. Por no hablar de la ausencia de contacto humano, de las barreras infranqueables que la crisis sanitaria colocaba a los afectos de toda clase.

Pero no todo lo ha hecho el aislamiento. El cuestionamiento surgido tras la crisis económica se ha ido socavando poco a poco con pequeños movimientos. Posiblemente hayan sido del todo insuficientes como para asegurar que se ha conseguido recomponer, pero sí que ha permitido ir de alguna forma reconfigurar algunas de las patas fundamentales del cuestionamiento. Sin ir más lejos, la entrada de Felipe VI se ha tratado a todas luces como una renovación de la Casa Real en términos de concordia y transparencia, asentando una visión de la Monarquía con un papel menos protagonista, pero que sigue resultando fundamental dentro de la estabilidad. 

De la misma manera, el conflicto nacional surgido después del 1 de octubre ha ido apagándose por la senda de la represión-conciliación, reintegrando así las diferencias territoriales en el seno del marco constitucional. Por otra parte, el bipartidismo que había conseguido sufrir un deterioro vuelve a estar de moda, eso sí, en forma de bloques políticos como una falsa dicotomía en torno a los intereses de clase.

Intentar afirmar in situ cuando empiezan y cuando acaban los procesos históricos parece un hecho imposible sin caer en un absurdo determinismo, por eso no pretendemos prefijar la idea de que esta crisis orgánica del Régimen del 78 que hemos ido viviendo está completamente cerrada; pero sí, desde luego, que las fuerzas rupturistas que pudieron levantarse durante la última década se encuentran, en términos objetivos y subjetivos, en una profunda debilidad.

Dispersión y mesianismo, los mayores muros.

El proceso de individualización y atomización de los vecindarios, de los centros de trabajo y de los centros de estudio ha llevado también a vivir la individualización y la desvinculación en el plano de la lucha social. Si ya veíamos que el proceso de institucionalización de las luchas (que culminó con la formación de un gobierno de coalición) estaba llevando a un agotamiento del ciclo movilizatorio, la plaga pandémica ha acelerado este proceso sobre la base de la crisis sanitaria (miedo al virus) y de la crisis económica (miedo al futuro). Porque aunque es cierto que no tenemos nada que perder salvo nuestras cadenas, la lucha sólo avanza con la cabeza tranquila y la barriga llena.

La dispersión de las luchas se ha ido plasmando también en expresiones políticas de todo cuño que han conllevado que lejos de encontrar puntos en común entre proyectos políticos se haya entrado en una batalla fratricida por liderar el espacio ‘’de la izquierda’’.  Por eso encaramos con debilidad las posibilidades de rearticular opciones rupturistas. La leyenda de tender a construir espacios a partir de grandes líderes impone ahora la melancolía de la orfandad tras la marcha de Pablo Iglesias, que había sido capaz -gusten más o gusten menos sus aciertos y sus errores- de personificar el proyecto alternativo, al menos, al bipartidismo. Un mesianismo, que voluntario o no, hace ahora caer en la orfandad. Pero de la misma forma que no fue la llegada de una persona la que supuso una crisis orgánica en el Régimen, su marcha tampoco supone -ni de lejos- la inviabilidad de rearticular una estrategia rupturista.

La actual crisis (social, política, económica) que vivimos hace que los conflictos trasladen su eje al plano local. La contradicción centro-periferia opera posiblemente tras estos baches con mayor claridad de lo que lo había podido hacer hasta ahora, más allá de las luchas de carácter nacional. La política se empieza a vertebrar de forma diferente. No entramos en la década de las grandes impugnaciones y de los bloques monolíticos sino en la época de los espacios de resistencia en base a las problemáticas más concretas. Y para empezar a materializar el gran mito de la Unidad Popular quizá haya que entender esto primero. 

Hay espacios de base que son (y deben ser) diferentes en cada lugar, algo que no sólo tiene que ver con asumir la plurinacionalidad. Sino también que el centralismo español ha hecho estragos (en lo cultural, en lo político y en lo económico) por todo el territorio. Hasta en Madrid se han cansado de que sólo se hable de Madrid. Y aunque suene a perogrullo, España no es Madrid, aunque Madrid sea una parte fundamental de España.

Debemos entender que las desigualdades son diferentes según donde nos toque vivir, y que por lo tanto también lo serán las fórmulas de organización. Por eso con sus particularidades y sus diferencias, todos esos espacios de base han de tener un fino hilo que les permita no sólo respetarse sino colaborar entre ellos. Y no se trata de buscar fórmulas orgánicas y cerradas. 

No se trata de buscar un nombre y una estructura uniforme (somos revolucionarias, no burócratas) sino de entender que los pasos que se dan desde cada uno de ellos, que los vínculos políticos que se generan entre estos espacios, suponen que todos se dirijan hacia el mismo lugar: el del fin del sistema político actual y la construcción de la Tercera República. Que apuesten por abrir un nuevo proceso constituyente.

Más allá de la consigna, hay que mover ficha.

Pero las soluciones no las encontramos entre consignas. Hablar de la Unidad Popular nos puede resultar útil en una revista teórica, pero la realidad a transformar sigue estando ahí fuera. La cuestión es si organizaciones como la que -tras 100 años de historia- tengo el orgullo de dirigir, son o no capaces de construir los espacios de base que la juventud trabajadora necesita.

Si somos capaces, a pesar de las limitaciones sociales e independientemente de nuestro proyecto político concreto, de concentrar las fuerzas en abrir posibilidades de organización en institutos, en facultades, en centros de trabajo y en barrios. Espacios que pongan encima de la mesa las reivindicaciones no de nuestras organizaciones, sino del puro instinto -que no conciencia- de clase. 

En el conjunto de organizaciones políticas, estructuras sindicales, centros sociales y asambleas se respira una misma necesidad. Una necesidad de construir en colectivo, de poner los cimientos de una organización popular que, con mayor o menor visibilidad, y con mayores o menores aciertos, ha estado siempre ahí. Porque allí donde se encuentre un militante o un activista, se encuentra la semilla de una nueva sociedad. Una sociedad a la que nosotros llamamos Socialismo, plenamente incardinada con los ideales ecologistas y feministas.

Pero el Socialismo ni se decreta ni se llega por el mero desarrollo de las propias contradicciones del capitalismo. No hay nada más dañino que la pasividad, que el sectarismo de aquél que mira por encima del hombro a los demás por no tener suficiente conciencia de clase, por no comprender fenómenos sociales o económicos. Porque el capitalismo está tocado de muerte. Porque el planeta se agota. Pero los medios de comunicación, la academia al servicio del poder, y los aparatos judiciales y represivos no se agotan o se destruyen a sí mismos como lo hace el sistema.

Es por ello que debemos ponernos manos a la obra. Sin prejuicios ni excusas. Sentar las bases de reivindicaciones comunes, y los medios y herramientas que contamos para alcanzarlas. Edificar decenas y centenas de núcleos de poder popular. Vehicular las aspiraciones de nuestra clase y de los pueblos. Y hacerlo sin esperar que ningún Gobierno ni Administración vaya a resolver nuestras necesidades. Que solo podemos depender de nosotros mismos.

Porque de lo contrario, sin voluntad de organización contrahegemónica, sin aislarnos del posibilismo del trabajo institucional, sin articulación de amplios espacios populares, sin objetivos comunes de los que dotar las distintas luchas; entregaremos toda la frustración, toda la rabia y todo el pesimismo a la reacción. Y nos merecemos otro futuro.

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