La pandemia de COVID19 ha desnudado como nunca la fragilidad de la organización económica, política y social del sistema capitalista, dejando en evidencia su contradicción más importante: la contradicción capital-vida. Se ha puesto de manifiesto cómo dentro del sistema capitalista y de su modelo productivo no cabe una vida digna y merecedora de ser vivida.
La vacuna llega como la salvación para la población, como la solución perfecta y en tiempo récord de las industrias farmacéuticas para que podamos recuperar nuestra antigua normalidad. Ha primado sobre todas las cosas la necesidad de acortar los plazos, pero ¿Qué se esconde realmente detrás de esa necesidad a la que todos los medios de comunicación y gobiernos apelan constantemente? La respuesta es sencilla: la productividad. La COVID19 tiene una característica que ni la enfermedad más mortal (la cardiopatía isquémica) tiene, la capacidad de parar el sistema productivo a nivel global.
Si nos fijamos en las enfermedades que más muertes al año causan, vemos que en su mayoría se trata de enfermedades no transmisibles y que no tienen la capacidad de afectar a todas las personas por igual. Estas enfermedades producen casi 10 millones de muertes al año y, sin embargo, muchas de ellas no tienen cura ni acaparan una mínima parte de la atención mediática que ha generado la COVID19. El VIH, considerado como una de las peores pandemias del siglo XX, descubierto en la década de los años 80, y que actualmente afecta al menos a 38 millones de personas, tiene su vacuna aún en la segunda fase de los ensayos clínicos.
Como ya apuntábamos en un artículo anterior , todo el desarrollo de la vacuna ha girado en torno al lucro privado y a la supervivencia del sistema. Si se hubiese puesto la vida en el centro, no nos encontraríamos con contratos de compraventa totalmente censurados, con una guerra incipiente por ver quién consigue ofrecer el mejor precio.
El revuelo causado por la publicación del contrato de la Unión Europea con la empresa farmacéutica AstraZeneca para la compra de 300 millones de dosis de la vacuna para la COVID-19 ha provocado una avalancha de críticas en este sentido, a la falta de transparencia de un asunto de vital importancia para la salud pública mundial y a las concesiones que están haciendo los distintos países a estas multinacionales.
El objetivo que buscan las empresas que conforman el Big Pharma con la opacidad de estas operaciones no es otro que obtener el máximo beneficio, ya que mantener las negociaciones en secreto les permite pactar distintos precios para sus productos en función de los recursos de cada país. Neoliberalismo en estado puro, en el que se está decidiendo entre la vida y la muerte según la riqueza de los Estados.
A la Unión Europea le corresponde, por su posición de potencia mundial, poner freno a este despropósito, impedir que estos monopolios se aprovechen de la situación y garantizar el acceso a la vacuna de toda la población mundial. En lugar de eso, la UE entra en el juego de las multinacionales, dando soporte legal a sus prácticas deshonestas y accediendo a unos requerimientos inverosímiles, ayudando a perpetuar el monopolio de estas grandes empresas y permitiendo que sigan especulando con la vida de millones de personas.
Así, en el citado contrato de la Comisión Europea con AstraZeneca queda estipulado que la empresa puede exigir hasta un 20% más de los 870 millones de euros por los que se han adquirido las dosis prácticamente sin dar explicaciones, y sólo se debería presentar un informe detallado de los gastos en caso de que se supere esta cantidad.
Y no es sólo con el precio de las vacunas con lo que se negocia. La Unión Europea se ha rendido sin condiciones ante los requisitos y cláusulas establecidos por las farmacéuticas . Una de las estipulaciones más sangrantes es la limitación de responsabilidad: ante cualquier efecto secundario o complicación que pueda derivar a largo plazo de la vacuna la responsabilidad recae únicamente del Estado que la ha adquirido, tampoco se hacen responsables de una falta de eficacia. Así, las farmacéuticas se cubren las espaldas por si surge algún problema, asegurando sus ganancias en todas las situaciones posibles.
Otra de las exigencias del Big Pharma es que las vacunas no puedan ser donadas a otros países, ni siquiera a través de la Organización Mundial de la Salud. Con esta prohibición de la solidaridad, las farmacéuticas vuelven a hacer de la vida un negocio, anteponiendo las ganancias que pueden conseguir vendiendo vacunas a los países más pobres a la necesidad -sanitaria y moral- de vacunar a toda la población. Así, se espera que la mayoría de países en desarrollo no puedan permitirse acceder a la vacuna antes de 2023.
La solución a esta última premisa no es, por supuesto, la caridad de las grandes potencias, sino dotar a todos los pueblos de soberanía real para desafiar al monopolio farmacéutico y cooperar a nivel internacional para enfrentar la pandemia. En lugar de esto, los bloques imperialistas se lavan las manos en el asunto, permiten a las multinacionales aprovecharse de los países pobres y se quedan con la conciencia limpia repartiéndoles migajas.
Es el caso del Programa COVAX, presentado como un proyecto de solidaridad internacional (en el que no participan EEUU ni Rusia) para garantizar el acceso a la vacuna de los países más empobrecidos, que no llega a cubrir la vacunación del 7% de su población. Frente a los 700 millones de dosis que recibirán los países beneficiarios del Programa COVAX, entre todas las grandes potencias han adquirido casi 4000 millones de dosis, suficientes para vacunar a más del doble de su población. La vacuna, como otros tantos recursos, es considerado ahora como un bien esencial, y ha comenzado una pugna de los bloques imperialistas por conseguir hacerse con todas las dosis posibles y poder inmunizar a su población cuanto antes.
Queda evidenciado que quién pueda comprar las vacunas a mayor precio será el primero en la lista de las farmacéuticas, mientras que otros territorios como puedan ser África y Latinoamérica se encuentran a la cola, ya que no pueden competir con las grandes potencias mundiales como EEUU o la UE, ni hacer frente a los exigentes requisitos que les imponen las farmacéuticas (garantías por riesgo, provisiones).
Cada vez empiezan a ser más la voces que piden que se liberalicen las patentes ante la incapacidad de las farmacéuticas para fabricar y proveer todas la vacunas acordadas con los distintos paises, así cuatro meses después de que se aprobase la primera vacuna sigue habiendo una lucha desangrante por conseguir las vacunas acordada y poder inmunizar cuanto antes a la población, y aún así las farmacéuticas siguen negándose a hacer públicas sus patentes lo cual permitiría a los países fabricar localmente las vacunas favoreciendo el ritmo de vacunación y evitando los desabastecimientos.
Sin embargo, seguimos viendo cómo, una vez más, las empresas, bajo el amparo de las potencias imperialistas que ceden ante sus exigencias, perpetúan un sistema que sólo mira por su propia supervivencia y la recuperación de su productividad, y que aprovecha cualquier oportunidad (incluso una pandemia que ha dejado ya más de 2 millones de muertos) para sacar el mayor provecho posible y seguir lucrándose a costa de las clases populares y las economías más vulnerables.
Iria G., Pablo A., Arantxa G.