En nuestro país tenemos un problema con todo lo que viene mandatado de Europa: no tenemos la capacidad de analizarlo críticamente, pues todo lo europeo se asocia a «progreso en general, derechos y crecimiento económico». Siempre viene bien recordar los problemas de soberanía nacional respecto a Europa que ya hemos analizado en esta revista. En este artículo nos detendremos a analizar lo que supuso el Plan Marshall y la imposibilidad de que en el mundo actual se desarrolle algo similar.

¿Qué fue el Plan Marshall? 

Resumidamente el Plan Marshall fue una serie de inversiones de capital estadounidense en muchos países de Europa destruidos tras la Segunda Guerra Mundial que conllevaron contrapartidas de carácter político. Europa estaba destruida: millones de muertos (civiles y militares), ciudades en ruinas, industrias o destruidas o preparadas para construir material militar y no bienes de consumo y Estados desaparecidos tras la barbarie nazi. Las infraestructuras básicas estaban destruidas (casas, carreteras, puertos, fábricas y almacenes) y, por lo tanto, la reconstrucción era una necesidad imperante. El Plan Marshall, según su promotor, tenía como objetivo ayudar a esta reconstrucción invirtiendo capital estadounidense para ayudar a la reconstrucción europea. Esta tesis, una inversión pública masiva para superar un periodo de crisis, sigue siendo la principal lectura que se hace del Plan aunque hay diferentes estudios y visiones que critican esta versión tan positiva de estos planes poniendo en duda sus efectos concretos en el crecimiento europeo.

Pero los planes económicos y su aplicación surgen en una sociedad concreta, con unas ideas hegemónicas concretas y con una correlación concreta en la lucha de clases. Se había parado la barbarie nazi y no había sido parada por las democracias burguesas occidentales sino por la Unión soviética y la resistencia local liderada por los comunistas. Esto es importante tenerlo en cuenta ya que el aumento de la legitimidad comunista en las sociedades europeas era más que palpable, sirva como ejemplo los resultados electorales del PCF o el PCI o sus niveles de afiliación.

La inversión que hizo EE. UU. no se entiende sin la necesidad de frenar el fantasma, más corpóreo que nunca, que recorría Europa.

La alianza de los aliados, valga la redundancia, duró tanto como duró la Alemania nazi; en cuanto su fin estaba cerca salieron a la luz los intereses de clase y geopolíticos de las potencias vencedoras de la guerra. EE. UU. enseguida comprendió el futuro escenario de Guerra Fría, entendiendo que las siguientes décadas se iba a librar una batalla entre dos modelos de sociedad antagónicos: el Capitalismo contra el Socialismo. El Plan Marshall, y así lo vieron la Unión soviética y sus aliados, estaba destinado a ganarse el apoyo de las sociedades europeas a favor del modelo de sociedad estadounidense y capitalista. Los soviéticos rechazaron la ayuda estadounidense ya que esta requería de una serie de condiciones, la más inaceptable fue que la Unión Soviética debería someter su situación económica al control de organismos extranjeros.

El «Plan Marshall» hoy y el carácter de la Unión Europea.

En primer lugar, no hace falta decir que la salud del movimiento obrero internacional no es la misma que tras la Segunda Guerra Mundial. No existe hoy la Unión soviética y, aunque permanece latente el proyecto socialista en todas las sociedades capitalistas, no gozamos de la misma fuerza, organización y capacidad. Hablando mal y pronto: el comunismo hoy no es un problema de primer orden en la supervivencia del capitalismo. No hay ninguna necesidad de acelerar la reconstrucción de la sociedad y su mercado. Por un lado, porque el grado de destrucción no es comparable en absoluto y, por el otro, porque no hay un modelo alternativo de sociedad que amenace la supervivencia del capitalismo.

En segundo lugar, y como estamos viendo estos días en nuestro país, la inversión pública que se va a realizar tiene como mayor perceptor la empresa privada. Es posible que la UE asuma cierta inversión pública o ceda en el techo del gasto público, pero aun así nada nos garantiza que no suframos las mismas recetas de austeridad y recortes que ya conocemos. En todo caso, ninguna de esas inversiones va a ir destinada a darle la vuelta a la desnivelada balanza entre las rentas del capital y las rentas del trabajo. Aunque lo llamen Plan Marshall, y sea una inversión pública de calado, no se dan las condiciones históricas que obligaron al Capital a aceptar el pacto social keynesiano, por el cual la clase obrera europea recibía una parte del pastel de los beneficios del crecimiento. Si se da una inversión pública, que no quepa ninguna duda de que la van a pagar los trabajadores y que esta va a ir destinada a salvaguardar los beneficios privados de las empresas.

Además, la gran inversión pública planteada, con líneas de créditos y avales, se sustenta en recuperar en el medio plazo la inversión, es decir, que el endeudamiento del estado se va a solventar a base de impuestos que se ingresaran presumiblemente gracias al crecimiento de la economía. Tesis muy keynesiana que no se plantea en ningún momento que el crecimiento continuado tiene un límite. Ese límite es social y es ecológico: lo veremos con las crisis sociales que van a estallar en Europa los próximos meses (y años) y en los que se va a jugar la supervivencia de los regímenes nacionales e incluso de la propia UE.

España, y su profundo y arraigado europeísmo, se va a chocar con la cruda realidad de la Unión Europea. La Unión Europea, cuyo germen por cierto está en el mercado común gestado en el mismo contexto que el Plan Marshall, no es la garante de la paz, el desarrollo, la libertad, la democracia y los derechos en Europa; la Unión Europea es la herramienta por la cual los capitales dominantes del continente se pusieron de acuerdo para no competir entre ellos. Ya nos demostró cuál es su carácter durante la crisis del 2008: la troika, aplastar posible salida social a la crisis en Grecia, limitar el gasto público e imponer recortes, el artículo 135, etc.

Ni el Plan Marshall fue una inversión desinteresada para solucionar la miseria que había generado la guerra en Europa, ni el pacto social keynesiano se puede repetir en las mismas condiciones que en el siglo XX al no darse la misma correlación de fuerzas entre clases que obligó a ceder al capital.

La solución, porque sí la hay, pasa por doblegar el brazo al gran Capital, que se esfuerce y pierda al menos lo mismo que la clase trabajadora está ya perdiendo en esta crisis. La solución pasa por poner al servicio de la sociedad los recursos y bienes esenciales para asegurar una vida digna: energía, vivienda, sanidad… Pasa por sacarlos del mercado y del circuito del capital. Porque hasta que superemos el mercado y eliminemos con él la explotación del ser humano sobre el ser humano, al menos que la sociedad ponga por encima de los beneficios privados la extensión de estos servicios y derechos esenciales al conjunto de la población. La aplicación de políticas socialistas que aseguren todo lo que acabamos de narrar en España en 2020 no es solo posible, es necesaria.

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