21 de julio de 2020, el día en que todo y nada cambió en la Unión Europea. Charles Michel publicaba un mensaje bien simple: “Deal!”. Cinco caracteres en Twitter que dieron la vuelta a Europa porque por fin había un acuerdo: tras las negociaciones entre la Comisión Europea y los gobiernos de los miembros de la UE, se aprobaba un plan de financiación para afrontar la crisis económica de 2021 a 2026: los famosos “fondos europeos”, Next Generation EU. 

Por primera vez en su historia, la UE va a comprar deuda, a mutualizarla y a repartirla entre sus miembros. NGEU supone la transferencia de 750.000 millones de euros a diferentes países de la Unión Europea en los próximos cinco años. A ese paquete se suma el presupuesto comunitario para el periodo 2021-2027, que junto a los fondos suma 1.8 billones de euros. Con b.

Básicamente, el mecanismo consiste en que Bruselas aprovecha su ventaja sobre otros competidores para conseguir 1.800.000.000.000 euros a interés bajo en mercados financieros internacionales. Tras ello, distribuirá los millones a los estados miembro de acuerdo a lo aprobado el pasado julio. Una parte de los fondos han de devolverse, mientras el resto son a fondo perdido – transferencias directas.

En el reparto, el segundo mayor beneficiado es España. Tanto es así que, a su regreso de Bruselas, el Consejo de Ministros en pleno aplaudió a Pedro Sánchez en la Moncloa por su rol en las negociaciones. De Next Generation, 140.000 millones se asignan a España, de los cuales 26.634 están presupuestados para 2021. De ellos, hay que devolver 67.300, menos de la mitad.

Aun así, no se trata de un traspaso de fondos sin condiciones: como ya es habitual, la Unión Europea exigirá a sus países miembros que implementen distintas reformas macroeconómicas. Y es que, aunque el periodo 2021-2027 vaya a ser el de mayor gasto y mejores condiciones financieras para la Unión, hay que mirarles el diente a los caballos regalados, sobre todo si vienen con un lazo azul y doce estrellas.

La Comisión Europea que ha impulsado el paquete financiero se estrenó en 2019 bajo el liderazgo de la alemana Ursula von der Leyen, exministra de Defensa y antes candidata a la secretaría general de la OTAN. Su primera medida fue la aprobación del Pacto Verde Europeo, una batería de reformas y regulaciones con el fin de descarbonizar la Unión y desarrollar un capitalismo respetuoso con el medio ambiente – sin duda, un objetivo como mínimo complejo que no puede lograrse por la vía normativa. La propuesta ha encontrado ecos al otro lado del Atlántico, con las acciones impulsadas por Joe Biden desde que es presidente de los Estados Unidos.

A ello le ha seguido el otro gran pilar de la actividad de la Comisión, que es la transformación digital del continente. Diferentes estimaciones anteriores a la pandemia ya calculaban que en torno al 40% del PIB de la Unión provendría este año de la economía digital: con ello en mente, se aprobaron la Estrategia de Inteligencia Artificial en 2018, un Plan Coordinado para esta materia entre 2019-2027, y el Libro Blanco de Inteligencia Artificial de 2020, además de la Hoja de Ruta para la Década Digital de Europa (2020-2030), del pasado marzo.

En general, ambas líneas de trabajo son los principales condicionantes de la recepción de los fondos europeos. La pandemia ha supuesto para la UE una oportunidad de estimular ambos sectores, el verde y el digital, que no dependen tanto de la presencialidad. Los Estados miembro ocupan diferentes posiciones en la escala productiva global en ambos ejes, y sus niveles de riqueza son muy diferentes, pero esto no ha impedido que se establezcan normas comunes a todos ellos: para recibir financiación de Next Generation, ha de destinarse un 30% de lo entregado a la transformación verde y un 20% a la digitalización.

España se ha adaptado diligentemente a los requisitos europeos. En la pata del Green Deal, el Ministerio de Transición Ecológica – el que más fondos europeos recibirá – ha anunciado, por ejemplo, que inyectará junto al Ministerio de Transportes 1.500 millones a proyectos público-privados en torno al hidrógeno como fuente de energía, en los que participan Iberdrola, Petronor y Repsol, todas entre las diez empresas más contaminantes de España. A ese tipo de iniciativas va el 21% de los fondos que el gobierno ha asignado a ecosistemas resilientes (?) y transición energética inclusiva – inclusiva con todo el IBEX, es de suponer.

La digitalización no podía ser menos en este reparto de fondos al sector privado, y se llevará un 33% del dinero que llegue a España. El peso de la economía digital en el PIB es de un 19% (según datos del Boston Consulting Group), menos de la mitad de la media europea. Para igualarlo se ha lanzado el Plan España Digital 2025, con el que se pretenden movilizar 140.000 millones de euros de inversión pública (dos tercios) y privada (un tercio) durante los próximos cinco años. A ello se suma un plan de formación en competencias digitales básicas y una Estrategia Nacional de Inteligencia Artificial financiada con 600 millones de los fondos europeos y 2.700 más de inversión privada para 2021-23.

Y es que, en general, la mayoría de los fondos públicos recibidos por España irán a multinacionales, que ya saben cómo reclamar su parte del pastel. Iberdrola, Acciona y Telefónica son algunas de las empresas interesadas en la puja por la transición verde y la digitalización. El lobby turístico Exceltur, sin rubor alguno, ha solicitado que el gobierno dedique además el 25% de los fondos (35.000 millones) a su sector. Poco importa que empresas como Iberia, Air Europa, Globalia, NH, Meliá o Iberostar ya hayan recibido durante la pandemia financiación de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales: no le hacen feos a volver a ser rescatadas, en parte porque saben que no devolverán el dinero. Hasta El Corte Inglés ha pedido 4.000 millones para proyectos de “logística y energías renovables”.

Pero no sólo el reparto diseñado por el gobierno de coalición de Pedro Sánchez es problemático: los fondos suponen un rescate en toda regla. Nuestro país, con una deuda del 120% del PIB – y subiendo – ha de pagar una cantidad que supone el 145% del rescate que en su día recibió el gobierno de Mariano Rajoy. Entonces, el mediador fue el ministro de Economía, Luis de Guindos, ahora vicepresidente del Banco Central Europeo.

El propio modelo económico de nuestro país –en buena medida debido a las políticas presentadas por la UE supone otro desafío. Es difícil trasladar unos requisitos diseñados por los altos funcionarios de Bruselas a la economía española, compuesta mayoritariamente por sectores difícilmente digitalizables. El turismo, la agricultura y la construcción agrupan el 52% del PIB y el 60% de la fuerza laboral en España. Esta terciarización tampoco da demasiado pie a la sostenibilidad, que por otra parte no parece estar tan presente en la estrategia de la Unión cuando, sin ir más lejos, la nueva Política Agraria Comunitaria – que en España sirve para subvencionar a los señoritos del campo y no a quien trabaja la tierra – vulnera los acuerdos del Tratado de París, o mientras la Carta de la Energía sigue vigente.

Otro de los grandes problemas de plantear los fondos, esta vez en torno a la clave digital, sin valorar los pasos previos (formación, sectores que sirvan como punta de lanza…) es que sólo un 57% de españoles disponen de competencias digitales básicas, y 700.000 hogares en España no tienen un ordenador o conexión a Internet. La Administración tampoco se ha adaptado a la era digital: a este objetivo se destinarán 600 millones de la UE en 2021, pero el reto parece titánico cuando la Administración está envejecida. La experiencia de la pandemia también ha dejado clara la complejidad de digitalizar la educación, así como las preferencias mayoritarias de la comunidad educativa por un modelo presencial.

El marco europeo tampoco es halagüeño. Europa busca, por una parte, paliar las consecuencias de la crisis climática, pero con recetas que no afectan el fondo de la cuestión. En lugar de estatalizar una inversión en energías limpias y renovables, fomentar el transporte público sostenible y reformar el sector agrario, se estimulará la colaboración con constructoras privadas para infraestructuras innecesarias, se rompen los monopolios estatales en sectores como el del ferrocarril y se agrava la crisis de recursos aumentando la presión sobre algunos, como el litio o el agua, que se extraen del Sur Global.

Tampoco los fondos destinados a la digitalización responden a la necesidad geoestratégica de la UE de recuperar parte de su soberanía frente a multinacionales estadounidenses y chinas del ámbito tecnológico. De nuevo, oportunidad perdida: la financiación del sector no se condiciona a que los Estados pasen a ser dueños de parte o toda una empresa “digitalizada” por la Unión, ni se restringen para que sedes europeas de grandes multinacionales queden vetadas de los fondos. La misma UE que se aferró al intervencionismo industrial en sus inicios se muestra ahora incapaz de desarrollar una política industrial digital que compita con otros líderes del sistema multipolar internacional.

Los fondos europeos, tanto por sus propias condiciones como por la inacción de un gobierno que se dice progresista pero se pliega a las exigencias de la UE, no van a modificar más que la forma del sistema productivo. Si Europa se está adentrando en un capitalismo verde y digitalizado como nueva fase de la fiebre por las finanzas, España va a seguir a la cola del continente. Y el fondo de la estructura capitalista, la explotación de la clase obrera, sólo va a verse reforzada por la acción de una Unión Europea que ha vuelto a encandilar a las clases medias. Ante otra farsa imperialista disfrazada de solidaridad, las comunistas seguimos exigiendo la salida de la UE y del euro para poner en el centro de la economía las necesidades de las trabajadoras de nuestro país.

Iria O.

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