Este 25 de noviembre ha estado, sin lugar a duda, atravesado por la situación de crisis sanitaria y social derivada de la pandemia de la COVID-19. En los últimos dos años, y vinculado al auge reaccionario que sufre nuestro país, algunas de las denuncias y reivindicaciones feministas habían estado sometidas a un asedio mediático y político. El cuestionamiento comenzaba a ser constante, tras la enorme ola de legitimidad popular alcanzada por el movimiento feminista en las sucesivas movilizaciones desde 2013.

Pero actualmente, el hostigamiento cuestionador no se encuentra únicamente vinculado a la ultraderecha, sino que ha encontrado a raíz del confinamiento y la situación pandémica un inestimable aliado: la invisibilidad. La prioridad absoluta que supone el COVID-19 en nuestro día a día desplaza un sinfín de situaciones que no solo se han mantenido igual de violentas y precarias en estos meses, sino que se han agudizado. Y no podemos limitarnos en este sentido a hablar de la punta del iceberg.

Si algo nos ha enseñado el feminismo es que las violencias más perceptibles y evidentes son aquellas que se dirigen contra la propia vida de las mujeres. Las agresiones físicas del patriarcado siguen asesinado a decenas de mujeres todos los años en nuestro país. Y en otros miles de casos, estas agresiones se producen de forma continuada sin acabar con la vida. Estas violencias también se han incrementado, tanto en cantidad como en intensidad, durante el confinamiento.

El confinamiento ha aumentado la virulencia de las violencias estructurales del patriarcado (económicas, sexuales, físicas, institucionales)

Y es que todas somos capaces de imaginarnos el infierno que supone convivir con un maltratador, sin posibilidad de apoyarnos en vínculos sociales y comunitarios ni poder recurrir a mecanismos de prevención o protección. Las llamadas al 016 durante el estado de alarma de primavera se incrementaron en un 41,4% respecto al mismo periodo del año anterior, y las peticiones de ayuda por correo electrónico un 450,5%. Son magnitudes tremendas y espeluznantes.

Pero a estas situaciones generadas por el confinamiento se le han unido toda una serie de violencias aún más invisibles. El abandono estructural del Estado durante los meses del confinamiento a las familias monomarentales, o a quienes viven con personas de gran dependencia. La culpabilización individual permanente sobre aquellas personas que no tienen acceso a ninguna prestación social ni a una relación contractual pero que deben desplazarse para trabajar en negro todos los días. La reclusión de las trabajadoras del hogar internas, sometidas a un régimen de esclavitud durante los meses de confinamiento. La obligación de ir a trabajar a quienes eran considerados sectores esenciales sin que hubiera alternativas de cuidados para los menores, mayores y dependientes que estas trabajadoras tenían a su cargo. Y se podrían enumerar un montón más de situaciones.

Pero a pesar de lo que pueda parecer, este incremento de las violencias patriarcales no se ha limitado únicamente al confinamiento. Si así fuera, podríamos limitarnos a revertir los efectos concretos generados en esos meses. Pero la realidad es bien distinta. La crisis económica y social generada afecta mucho más a las personas migrantes, a los hogares monomarentales y a quienes trabajan en los sectores más precarizados de nuestro país (hostelería, limpieza, cuidados, comercio). El enorme retraso en la concesión de prestaciones sociales afecta directamente a quién más las necesita, y medidas como los confinamientos selectivos agudizan problemáticas de acceso a servicios, transporte y ocio para aquellas personas que viven en los barrios y municipios obreros afectados por estas restricciones.

La crisis social y económica derivada de la pandemia amenaza con recrudecer las desigualdades y violencias que sufren diariamente las mujeres en nuestro país.

Igualmente, los mencionados confinamientos y las medidas vinculadas al toque de queda tienen como consecuencia directa la invisibilización y el cuestionamiento de las situaciones de violencia sexual que se siguen produciendo. Además, el crecimiento del número de horas dedicadas a plataformas de contenidos culturales online han llevado aparejadas la normalización más ruin de las grandes empresas que se lucran mediante la pornografía. Esto, a nivel juvenil, ha tenido también un eco notable en el blanqueamiento de páginas como Only Fans (como analizábamos en este artículo publicado en verano), que buscan proyectar la imagen de un falso empoderamiento femenino sobre la mercantilización de nuestros cuerpos.

La crisis económica y social en que nos encontramos, y la lucha contra sus consecuencias debe tener una perspectiva profunda de género. El incremento de las violencias patriarcales en todas sus manifestaciones y la desprotección frente a ellas es una constante en los momentos de crisis de nuestro país. Romper esa dinámica debe ser una prioridad de las organizaciones populares.

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