En estos últimos meses se ha hablado mucho de los términos «indulto» y «amnistía», a menudo utilizados de manera indistinta generando una enorme confusión en la población, por lo demás poco acostumbrada a utilizar términos jurídicos con un gran trasfondo político como estos. Es importante diferenciar ambos conceptos pues detrás de ellos se esconden diferentes maneras de entender el Derecho, el Estado y su relación con lo político.

Primero definamos los conceptos

El indulto es, por definición y por su origen histórico, una medida «de gracia» regulado en el Estado español por una Ley de 1870 y que confiere su ejercicio al Rey a propuesta del Ministro de Justicia. La actual Constitución no ha cambiado un ápice esta definición y contempla el indulto en el artículo 62, que regula las funciones del rey, una de las cuales será la de «ejercer el derecho de gracia». La finalidad del indulto es la de «perdonar» o dejar sin efecto una pena impuesta en sentencia firme.

La amnistía, por contra, y hablando en términos jurídico-burgueses supone la omisión no de la pena sino del propio delito que no será considerado ya como tal. Suele estar circunscrito a un lapso temporal concreto y a unos delitos específicos, habitualmente de índole política. Además, la amnistía tiene carácter colectivo y no individual y es dictada por el Parlamento.

Un poco de historia

Parece evidente que el indulto es el reducto actual del privilegio de gracia ostentado por el rey desde hace siglos y que la amnistía tiene un origen moderno fruto de los distintos procesos políticos vividos, principalmente, en el siglo XX. Las distintas leyes de amnistía existentes suelen venir de profundos cambios políticos que provocan la necesidad de poner fin a la represión ejercida de forma previa a ese cambio. En el Estado español tenemos dos grandes ejemplos recientes con enormes diferencias entre sí: 1936 y 1977.

La amnistía de febrero de 1936 fue fruto de una fuerte movilización social y política protagonizada por multitud de organizaciones sindicales y partidos políticos que hicieron girar sus discursos y propuestas en torno a la necesidad de esta amnistía, especialmente, tras la Revolución asturiana de 1934 que se saldó con miles de militantes y obreros encarcelados por parte del gobierno de la CEDA. Fue, entre otras, con esta consigna con la que se presentaron, a través del Frente Popular, a las elecciones de 1936 tras las cuales se promulgó este Decreto-Ley de Amnistía. Por lo tanto, el impulso de esta Ley no vino de los propios Diputados o del Presidente del Gobierno, sino que fue la cristalización de un movimiento de hondo calado en el conjunto del Estado. De no haberse cumplido esta promesa del Frente Popular algunas organizaciones hacían una advertencia al futuro gobierno: serían ellas quienes sacarían a los presos de las cárceles. La Ley de Amnistía era simplemente la cristalización jurídica de un movimiento popular imparable.

A finales de la dictadura franquista, la consigna de la amnistía volvió a resonar en las calles y en las organizaciones sindicales y políticas aun en la clandestinidad. A pesar de la potente propaganda del régimen y la consiguiente alienación ideológica de buena parte de la clase obrera, podemos afirmar que la necesidad de la amnistía tras una feroz represión era un consenso social. Sin embargo, y a diferencia de la situación vivida en 1936, no fue un Gobierno diferente que encarnara intereses de clase distintos en torno a un programa de avance democrático con la amnistía como uno de los pilares el que propuso al Parlamento la Ley de Amnistía. Todo lo contrario: fue el Gobierno encabezado por Adolfo Suárez (a la sazón Secretario General del Movimiento, poco se decide pero es necesario recordarlo) el que inició conversaciones con la cúpula de determinados partidos para promulgar una Ley de Amnistía no orientada a los que sufrieron la represión durante los 40 años de franquismo, sino para todos los delitos sin distinguir víctima y verdugo y dejando a determinados colectivos fuera de esta Ley. Fue una Ley ideada para blanquear la dictadura y generar un cambio de régimen dejando intactas las estructuras preexistentes y los cuadros dirigentes de las mismas. De aquí deducimos que no solo la clave está en si defender políticamente el indulto o la amnistía sino también qué tipo de amnistía es la que deberíamos defender.

La institución del indulto por su parte también tiene una historia propia que revela el carácter de clase del Estado que ejerce esta prerrogativa. No hace falta remontarnos muy atrás en el tiempo. Desde 1996 se han concedido, por parte del Rey a propuesta de los diferentes Gobiernos, un total de 227 indultos a diferentes empresarios, altos funcionarios y políticos condenados por corrupción sin importar que el gobierno lo ostentase uno u otro partido pues como decimos es institución que evidencia el carácter clasista del Estado.

Por lo tanto, concluimos que el indulto es una medida individual, de gracia, que necesita del «perdón» del Estado y mantiene plenamente vigente la condena; mientras que la amnistía es el resultado de un proceso político colectivo, que no perdona sino que reconoce socialmente la lucha por la cual los amnistiados han sido condenados y no solo no justifica la condena sino que la rechaza como ilegítima.

¿Cabe pedir la Amnistía hoy?

Si partimos de la base de que el Estado español sigue ejerciendo una dura represión a los militantes, activistas y sectores más avanzados de la población que está en lucha por sus derechos, debemos colegir que frente a esta represión es posible articular una respuesta en forma de praxis y en forma de programa. La praxis la constituyen todos los movimientos de solidaridad que surgen a lo largo y ancho del país como manera de afrontar la represión, defendernos frente a ella de forma colectiva y respaldar a quienes la sufren de forma más directa.

Durante las semanas de pandemia y el consiguiente Estado de Alarma hemos podido ver cómo la represión se ha endurecido cargando contra la clase trabajadora. Del casi millón de sanciones que impuso el Gobierno (utilizando para ello la Ley Mordaza), muchas de ellas fueron impuestas a personas que acudían a su centro de trabajo y los casos de abuso policial han tenido una relación proporcional al mayor grado de arbitrariedad del que han gozado. A esto se une el infierno que se ha vivido en las cárceles españolas que han quedado totalmente al margen de la defensa contra el COVID y en las que se ha endurecido la represión a determinados presos. La respuesta en las calles contra estos hechos también tiene en el concepto de «Amnistía» su bandera.

Es urgente articular un programa político que pase por el empoderamiento social; por el reconocimiento de la legitimidad de la lucha y, a la vez, la ilegitimidad del sistema que condena esa lucha; por la necesidad de un Estado que no considere delito luchar por los derechos colectivos; que plante cara a los encarcelamientos injustos de migrantes por una mera infracción administrativa; que considere como una cuestión de clase la existencia de miles y miles de presos pobres.

En definitiva, no solo es posible exigir hoy la Amnistía, sino que es un deber de todas aquellas que luchan por un mundo más justo. Pero la historia nos demuestra que esta Amnistía no caerá del cielo, ni será dictada por un Parlamento sin la existencia de un movimiento popular fuerte que la imponga.

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