Karl Marx dejó escrito en su obra «El 18 de Brumario de Luis Bonaparte» que a la afirmación hegeliana de que la historia se repetía, le faltaba añadir que primero lo hacía como tragedia y posteriormente como farsa; dejando claro que el paso del tiempo, de la historia, es impiadoso con las manifestaciones que no están ajustadas a su época.

Si hubo una ideología que caracterizó a los años de previos al estallido de la burbuja inmobiliaria, y que a raíz de la vuelta al gobierno del PSOE parece relanzarse, es el “zapaterismo”, caracterizado por altas dosis de ingenuidad y de superficialidad y sobre todo, por su nulo diagnóstico de los elementos sustanciales que definen las relaciones sociales. Este tipo de planteamientos, asumidos también por sectores conservadores, pero con más ahínco por progresistas, no son sino una consecuencia de la debilidad ideológica con la que la izquierda encara el inicio de siglo, fruto de la caída del bloque soviético.

Si algo caracterizó el Zapaterismo como periodo político en España es la aprobación de leyes con un marcado contenido dogmático progresista, pero sin un conjunto de garantías detrás que lo sustenten

Los jóvenes que empezamos a socializar políticamente en aquellos años recordamos como se promovió desde el debate político una dicotomía de confrontación entre dos visiones de España que claramente se nos presentaban como contrapuestas, pero que aquel día del año 2010, cuando, tras una llamada de Merkel, se comenzaron a aplicar las políticas de austericidio y se demostró que esos dos modelos estaban de acuerdo en lo esencial: la entrega de la soberanía nacional a la Unión Europea y la interpretación de la crisis como oportunidad para devaluar las condiciones de vida de las clases trabajadoras.

Esta lógica consiste en marcar las diferencias entre las derechas e izquierdas en términos meramente identitarios o culturales; todo ello aderezado de un esnobismo que jalonaba las diferencias sociales del país entre una España moderna, avanzada, cosmopolita y liberal -tanto en lo moral como en lo económico- y una España a la que se caracteriza como «la caverna» o «la derechona». Obviando por ello, cualquier división social fundamentada en las circunstancias concretas que condicionan la vida de los individuos (clase social, raza, etc.).

Durante esos años el debate político se acotaba a aquellas personas progresistas que defendían cosas con tan poca fundamentación como la asignatura de Educación de la Ciudadanía -mejunje curricular que imponía un concepto liberal de la condición de ciudadano y quitaba horas de docencia a la Filosofía-, y que proclamaba que cualquier crítica se situaba en la órbita de la Iglesia Católica o cosas más ridículas. Al mismo tiempo, casi se llegó a defender que la izquierda o la derecha se definían en función de que hipótesis manejabas de la autoría de los atentados del 11-M o de si te gustaba el «cine español». Sin embargo, esos fueron los años de la aprobación del Plan Bolonia o del máximo esplendor de la burbuja inmobiliaria; problemáticas que el discurso progresista se empecinaba en borrar, muchas veces con la complacencia de la que se suponía izquierda alternativa.

Si algo caracterizó el Zapaterismo como periodo político en España es la aprobación de leyes con un marcado contenido dogmático progresista, pero sin un conjunto de garantías detrás que lo sustenten, lo que ha facilitado que se quedaran literalmente en papel mojado, como afirmaba el jurista italiano Luigi Ferrajoli. Todo ello, rebozado de una dosis de idealismo discursivo cuyo máximo exponente era ese europeísmo al que ya hemos hecho mención.

Como ejemplos de estas leyes podemos encontrar la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura, conocida como Ley de Memoria Histórica o Ley Orgánica 3/2007 de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres. Probablemente en los pasos tomados por el nuevo gobierno se encuentre la misma lógica: mucha palabrería, pero poca realidad.

Un ejemplo paradigmático de esta política de campaña electoral permanente es lo acontecido con el buque Aquarius. Pues simplificando la cuestión entre un gobierno malvado -el de Italia- y otro bueno y solidario, en este caso el español, propugna un lavado de cara de la Unión Europea y elude cualquier explicación sobre quiénes son los responsables y los beneficiarios del conflicto que asola Libia y que provoca que su población se vea avocada a la emigración.

Probablemente en los pasos tomados por el nuevo gobierno se encuentre la misma lógica: mucha palabrería, pero poca realidad.

Quizás sea pronto para valorar la acción del Gobierno que en los últimos días ha configurado Pedro Sánchez, pero sí que ha quedado una cosa: se ha reducido la política al simbolismo y a los gestos. Un ejemplo claro es la proporción de ministras (11 frente a 6 varones) que, sin dejar de ser positivo el hecho de que las mujeres ocupen cargos de responsabilidad en el gobierno, es una muestra clara de la voluntad de apropiarse de los objetivos de la movilización del 8 de marzo. Movilización en la que ni en su preparación estuvieron presentes los cuadros del partido socialista, ni sus reivindicaciones se encuentran en programa alguno del partido.

El reto y la trampa a la que las organizaciones de la clase trabajadora se enfrentan es aceptar este marco discursivo de esta representación del eje izquierda-derecha en el que conflicto social se encuentra borrado, aunque sea con intención de representarse como la izquierda de la izquierda. El objetivo es poner las contradicciones esenciales del modelo productivo actual en el foco del debate político y la insuficiencia del proyecto económico del neoliberalismo para darles solución. No debemos olvidar que afrontamos el reto de plantear una alternativa al claro declive del modelo europeo: alternativa que no se planteará con gestos.

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